sábado, 20 de octubre de 2012

LA IRA




Los pecados capitales en su versión secular son vicios morales. En su traslación psicológica, son sentimientos autodestructivos. Clásicamente, se enumeran siete: soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira y pereza. Algunos de ellos alcanzan la categoría de inconfesables: ni la gota malaya lograría que los admitiéramos. Está demostrado que nos sentimos más virtuosos de lo que somos en realidad.

Nuestra propia estima se resiste a incorporarlos a la imagen que nos atribuimos. Son aquellos llamados espirituales, ya que los considerados carnales (la gula y la lujuria, quizá también la pereza) son objeto de una mayor condescendencia y complicidad.

Acordes con la idea de la “perdonabilidad” de los carnales (esta vida es corta), nos centraremos en el análisis de cada uno por innobles y solapados con el fin de reconocerlos en nosotros mismos y defendernos de sus arpones envenenados haciendo enfásis en cuatro: la soberbia, la codicia, la envidia y la ira.

El mundo en el que vivimos cada vez nos resulta más inseguro e incierto; todos queremos que la vida y que todo lo que rodea a ella sea algo por lo que merezca la pena, pero desgraciadamente tenemos todo lo contrario: algunas veces hay factores externos que provocan que pasemos del cielo al infierno y viceversa; en otras –quizá en demasiadas-, es la propia irracionalidad humana la que hace que cometamos actos que, en condiciones normales, no se nos pasaría, ni en sueños, cometerlos hasta sus últimas consecuencias, provocando, en el peor de los casos, la muerte.


Cuando hablamos de irracionalidad, hablamos de reacciones (espontáneas o no) que el ser humano tiene en momentos concretos de nervios, tensión o desesperación. Y en ellas tiene cabida la ira, quinto de los pecados capitales que componen el ciclo; la definición más estándar de la ira (cf. lat. iram) es la que alude a la pasión del alma que provoca indignación y enojo. 

También alude, por otro lado, al apetito o deseo de venganza, a la furia y violencia de los elementos (humanos o no) y, en última instancia, a la repetición de actos de ensañamiento y/o enconamiento. Ese deseo o pasión no conoce límite alguno, ya que puede ser causa de un comportamiento violento para con nuestros semejantes, para con los familiares o para con uno mismo.

La ira es peligrosa por muchas razones: primero, porque esa reacción puede plasmarse mediante el asesinato cuando va dirigida a los demás; y, en segundo lugar, porque cuando va dirigida a uno mismo desemboca en el suicidio. En nuestra vida no dejamos de sentirnos en ningún momento felices, tristes o celosos; desde el lado positivo, la ira podría resultar beneficiosa si aflorara de manera muy esporádica y sólo en momentos muy concretos, ya que es un sentimiento más y que como tal debe ser manifestado. 

La Divina Comedia, de Dante, refleja a la ira como uno de los siete círculos que componen el Infierno, círculo que es vigilado por el Minotauro y dividido, a su vez, por otros tres círculos llenos de piedra y rodeados por un gran río de sangre. A partir de este espacio cada círculo empieza a tener divisiones que albergan una pena en particular, por ejemplo, los espíritus malditos, que están divididos en tres: los violentos, los injuriosos y los usureros.

Etimológicamente, la palabra “ira” resulta muy rica a la hora de hacer su derivación: la ira suele corresponderse con la iracundia (propensión a la ira, cólera o enojo), y de ahí el adjetivo iracundo,-a, como también la palabra irascibilidad (cualidad de irascible) y el propio adjetivo irascible (propenso a la ira). Hay que decir que estos dos últimos proceden del deponente irascor, iratus sum, de donde también proceden el verbo airar (mover a ira, agitarse o alterarse violentamente) y nuestro adjetivo airado, -a (aunque la “a” inicial no se sabe de dónde viene).

Sea como fuere, el caso es que la ira siempre va a dejarnos una estela, por lo general negativa. El mundo de hoy conoce muchos casos en los que la ira destroza elementos vinculantes (o no) a nosotros mismos: cuando queremos vengarnos de alguien por algo, cuando una injusticia es más que evidente, o cuando nuestros propios impulsos nos llevan a cometer, como antes hemos indicado, actos que no haríamos en condiciones normales, y que, generalmente, tienen un arrepentimiento tardío e inútil. 

La paciencia es la madre de todas las ciencias. El hombre paciente puede conseguir lo que quiera. ¿Con qué se puede controlar la ira? Con paciencia. El hombre paciente puede ver mejor, porque el que tiene ira se ciega y no ve, pero el que es paciente ve todas las cosas muy claras. Para cultivar la paciencia, tienes que hacer los trabajos más humildes que haya. 

Cuando el movimiento instintivo pasional de la ira se despierta, nos ciega, nos estupidiza y nos convierte en una especie de bestias testarudas.

Se define a la ira como el apetito desordenado de venganza. Que se excita en nosotros por alguna ofensa real o supuesta. Es necesario, entonces, para que la ira sea pecado, que el apetito de venganza sea desordenado, es decir, contrario a la razón. De lo contrario, este desorden no será atribuido como pecado.
Para combatir este pecado es imprescindible la Paciencia, en sentido de sufrir con paz y serenidad todas las adversidades.

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