Los pecados capitales en su versión secular son vicios
morales. En su traslación psicológica, son sentimientos autodestructivos.
Clásicamente, se enumeran siete: soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula,
ira y pereza. Algunos de ellos alcanzan la categoría de inconfesables: ni la
gota malaya lograría que los admitiéramos. Está demostrado que nos sentimos más
virtuosos de lo que somos en realidad.
Nuestra propia estima se resiste a incorporarlos a la imagen
que nos atribuimos. Son aquellos llamados espirituales, ya que los considerados
carnales (la gula y la lujuria, quizá también la pereza) son objeto de una
mayor condescendencia y complicidad.
Acordes con la idea de la “perdonabilidad” de los carnales (esta vida es corta), nos
centraremos en el análisis de cada uno por innobles y solapados con el fin de
reconocerlos en nosotros mismos y defendernos de sus arpones envenenados
haciendo enfásis en cuatro: la soberbia, la codicia, la envidia y la ira.
El mundo en el que vivimos cada vez
nos resulta más inseguro e incierto; todos queremos que la vida y que todo lo
que rodea a ella sea algo por lo que merezca la pena, pero desgraciadamente
tenemos todo lo contrario: algunas veces hay factores externos que provocan que
pasemos del cielo al infierno y viceversa; en otras –quizá en demasiadas-, es
la propia irracionalidad humana la que hace que cometamos actos que, en
condiciones normales, no se nos pasaría, ni en sueños, cometerlos hasta sus
últimas consecuencias, provocando, en el peor de los casos, la muerte.
Cuando hablamos de irracionalidad,
hablamos de reacciones (espontáneas o no) que el ser humano tiene en momentos
concretos de nervios, tensión o desesperación. Y en ellas tiene cabida la ira,
quinto de los pecados capitales que componen el ciclo; la definición más
estándar de la ira (cf. lat. iram) es la que alude a la pasión del alma que
provoca indignación y enojo.
También alude, por otro lado, al apetito o deseo
de venganza, a la furia y violencia de los elementos (humanos o no) y, en
última instancia, a la repetición de actos de ensañamiento y/o enconamiento.
Ese deseo o pasión no conoce límite alguno, ya que puede ser causa de un
comportamiento violento para con nuestros semejantes, para con los familiares o
para con uno mismo.
La ira es
peligrosa por muchas razones: primero, porque esa reacción puede plasmarse
mediante el asesinato cuando va dirigida a los demás; y, en segundo lugar,
porque cuando va dirigida a uno mismo desemboca en el suicidio. En nuestra vida
no dejamos de sentirnos en ningún momento felices, tristes o celosos; desde el
lado positivo, la ira podría resultar beneficiosa si aflorara de manera muy
esporádica y sólo en momentos muy concretos, ya que es un sentimiento más y que
como tal debe ser manifestado.
La Divina Comedia,
de Dante, refleja a la ira como uno de los siete círculos que componen el
Infierno, círculo que es vigilado por el Minotauro y dividido, a su vez, por
otros tres círculos llenos de piedra y rodeados por un gran río de sangre. A
partir de este espacio cada círculo empieza a tener divisiones que albergan una
pena en particular, por ejemplo, los espíritus malditos, que están divididos en
tres: los violentos, los injuriosos y los usureros.
Etimológicamente,
la palabra “ira” resulta muy rica a la hora de hacer su derivación: la ira
suele corresponderse con la iracundia (propensión a la ira, cólera o enojo), y
de ahí el adjetivo iracundo,-a, como también la palabra irascibilidad (cualidad
de irascible) y el propio adjetivo irascible (propenso a la ira). Hay que decir
que estos dos últimos proceden del deponente irascor, iratus sum, de donde
también proceden el verbo airar (mover a ira, agitarse o alterarse
violentamente) y nuestro adjetivo airado, -a (aunque la “a” inicial no se sabe
de dónde viene).
Sea como fuere, el
caso es que la ira siempre va a dejarnos una estela, por lo general negativa.
El mundo de hoy conoce muchos casos en los que la ira destroza elementos
vinculantes (o no) a nosotros mismos: cuando queremos vengarnos de alguien por
algo, cuando una injusticia es más que evidente, o cuando nuestros propios impulsos
nos llevan a cometer, como antes hemos indicado, actos que no haríamos en
condiciones normales, y que, generalmente, tienen un arrepentimiento tardío e
inútil.
La paciencia es la madre de todas las ciencias. El hombre paciente puede
conseguir lo que quiera. ¿Con qué se puede controlar la ira? Con paciencia. El
hombre paciente puede ver mejor, porque el que tiene ira se ciega y no ve, pero
el que es paciente ve todas las cosas muy claras. Para cultivar la paciencia,
tienes que hacer los trabajos más humildes que haya.
Cuando el movimiento instintivo pasional de la ira se despierta, nos
ciega, nos estupidiza y nos convierte en una especie de bestias testarudas.
Se define a la ira como el apetito desordenado de venganza.
Que se excita en nosotros por alguna ofensa real o supuesta. Es necesario,
entonces, para que la ira sea pecado, que el apetito de venganza sea
desordenado, es decir, contrario a la razón. De lo contrario, este desorden no
será atribuido como pecado.
Para combatir este pecado es imprescindible la Paciencia, en sentido
de sufrir con paz y serenidad todas las adversidades.
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