La teología cristiana
explica el pecado de la avaricia como “amor desordenado de las riquezas”, es
desordenado, continua, “porque lícito es amar y desear las riquezas con
fin honesto en el orden de la justicia y de la caridad, como por ejemplo, si se
las desea para cooperar más eficazmente con al gloria de Dios, para socorrer al
prójimo etc.
El crimen de la avaricia no
lo constituyen las riquezas o su posesión, sino el apego inmoderado a ellas;
“esa pasión ardiente de adquirir o conservar lo que se posee, que no se
detiene ante los medios injustos; esa economía sórdida que guarda los tesoros
sin hacer uso de ellos aun para las causas más legítimas; ese afecto
desordenado que se tiene a los bienes de la tierra, de donde resulta que todo
se refiere a la plata, y no parece que se vive para otra cosa que para
adquirirla.”
“La avaricia, por
consiguiente, es pecado mortal siempre que el avaro ame de tal modo las
riquezas y pegue su corazón a ellas que está dispuesto a ofender gravemente a
Dios o a violar la justicia y la caridad debida al prójimo, o a sí mismo.”
En la avaricia se ven
claramente los elementos comunes a todos los pecados. Por un lado, el avaro
pierde el verdadero sentido de su acción poniendo
el fin en lo que debería ser un medio, en este caso la obtención y la
retención de las riquezas. Lo que importa al cristianismo es que el prójimo
reciba, en justicia, la caridad que todos le debemos al menesteroso. La
avaricia es directamente contraria a la caridad en cuanto es un “no dar”, más
aun es privar a otros de sus bienes para tener más que retener. Por otro
lado, el privar al otro de sus bienes, muchas veces con malas artes, y
retener estos bienes en perjuicio del otro, es también negar al otro en su
calidad de persona, de fin en sí. Se lo utiliza para satisfacer, mediante la
acumulación de riquezas, el principio del amor a sí mismo.
Son “hijos” o faltas menores
de la avaricia:
- el fraude
- el dolo
- el perjurio
- el robo y el hurto
- la tacañería
- la usura
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